Comenzaba a no haber remedios ni entretenimientos para la
soledad y los abrazos lanzados al viento sin respuestas. Demasiado tiempo
inventando como suplir al aire que respondía a noches de cama dónde aferrarte
al colchón era la única forma de recibir algo a cambio en las oscuras y frías
despedidas del día.
Alguna vez, entre las tinieblas de la calle pude atisbar
confusión pero, mis convencimientos nunca me dejaron que las dudas llegasen a
colar entre mis sábanas. Nunca dejé subir por las escaleras de casa a aquello
que no sentía en lo más mínimo. Abrir la puerta con la compañía del trotar de
unos tacones altos, de vuelta de nada. En ningún baile aquellos centímetros que
embelesaban mi figura habían pisado algo digno de hacer música junto mis pasos
en mi vuelta a casa.
Los besos que nunca daba comenzaban a helarse de frío y a convertirme en una persona vacía. Se acumulaban y morían sin remedio y por
decisión propia cada vez con más asiduidad. Siempre huí del auto
convencimiento, pero me convencía de que, como alguna otra vez hace ya mucho,
podría desnudar mi alma al mismo tiempo que mi cuerpo, de la mano, nunca fue
natural hacerlo de otro modo para mí, porque los instintos naturales también
funcionan a través de impulsos. Todos llevamos dentro a un actor, pero fingir
al borde de la almohada es un papel que siempre me quedo grande aun
interpretándome a mí misma.
Las puestas de sol con cortinas echadas se apropiaron de mis
ganas, y mis sonrisas solo eran ya dibujadas. Eso si nunca me abandonó la
esperanza. Entre de los encierros desesperados y las salidas exageradas e
inapropiadas, llegué a sentirme el más común de los mortales a veces, y otras,
un ser extraño que no se comprendía ni si quiera a sí mismo.
Los cafés a media tarde, los libros y novelas eternas, y las
horas frente al ordenador eran mi mejor compañía en la mayoría de los días. A
veces, cuando me hacía consciente de la relación espacio-tiempo, de cuan
pérdida estaba y que no sabía exactamente si aquello que quise un día se esfumó
para no volver, las lágrimas resbalaban sin remedio por mi rostro y me sumía en
una marabunta de preguntas sin respuestas. La capacidad de despertar
sentimientos en mi parecía morir sin remedio. Un auténtico precipicio para mis
principios.
Yo que soy consciente de que no necesito un estuche para los
lápices, sino que todos mis bolis funcionen cuando esté frente a mi escritorio.
Yo que, siempre llevé las gafas de sol por más caras que fuesen en el bolso
sabiendo del peligro de rotura, yo que no me fijo en presentaciones ni
envoltorios, tan sólo en que me desnuden el alma.
Una misión casi imposible. Simplemente por la postura en la
que me encontraba.
Buenos días. Buenas noches.
No quiero marcharme pero sabré cuando partir.
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